Si realmente queremos una verdadera integración entre nuestros países latinoamericanos, tenemos que fundamentarnos, no sólo en lo comercial o productivo, desde un punto de vista exclusivamente económico, sino que también tenemos que atender nuestras realidades sociales y culturales.
Venimos de ser naciones oprimidas por un vasto imperio español, que dejó en nosotros un marcado trauma histórico, social y cultural, del cual apenas hemos sabido recuperarnos después de doscientos años.
Continuamos, a pesar de los avances de estos dos últimos siglos, siendo una sociedad dividida por clases, prebendas y prerrogativas. Por títulos nobiliarios, que aunque ya no existen, siguen marcando un estilo particular de vida.
Somos una sociedad de mezclas, donde lo europeo se contrapone a la sangre indígena y negra que corre por nuestra misma sangre. Razas que fueron atropelladas sin ninguna misericordia por un colonizador ávido de riquezas materiales. Y ésa es la complejidad de nuestro propio espíritu latino. Vivimos en permanente contradicción con nosotros mismos, porque coexistimos en un solo cuerpo con las ideas de subordinación heredadas de estilo imperial de vida, y con el sufrimiento y agobio extremos de nuestras razas autóctonas.
Y para resolver ese dilema, hemos optado por buscar soluciones extranjeras, muy alejadas de nuestra propia realidad local, adoptándolas como propias, cuando las mismas obedecen a realidades históricas tremendamente distintas y distanciadas de lo que nosotros somos como raza latina.
Nuestra verdadera independencia requiere un cambio radical de espíritu. Debemos despojarnos de esa dependencia mental de una metrópolis que ya no existe, pero que pareciera que la extrañamos y no pudiésemos vivir sin ella.
Si ya no la tenemos, gracias al esfuerzo de nuestros libertadores, pareciera que no obstante, tenemos tanta necesidad de ella, que entonces nos la inventamos. Y el viejo y encarnizado imperio español, lo sustituimos y revivimos con las imágenes y ficciones de nuevos imperios, que parecieran ser más hostiles y sangrientos que el de la estirpe española que nos conquistó y de la cual nos liberamos, supuestamente, hace ya tantos años.
Nuestra integración debe comenzar por la liberación, en forma real y definitiva, de ese espíritu que aun nos agobia y apega a crueles y monárquicos imperios, ahora inexistentes; ficciones detrás de los cuales nos excusamos para ocultar y no ver nuestra auténtica realidad latina.
Con estos extranjerismos, lo que hemos hecho es retrasar el proceso de nuestra verdadera independencia. La independencia del espíritu, como señalaba Martí.
Por eso, la sociedad civil y las comunidades populares, en general, han perdido su fe en procesos de gobierno e integración importados, soportados meramente por acuerdos económicos. Se busca, ahora, fundamentarlos en nuestra propia realidad, la misma que nos distingue y nos hace diferentes, nuestra realidad latina, la de sangre mestiza y criolla, la que nos liberó hace tantos años de las dependencias monárquicas europeas, que necesitamos dejarlas definitivamente, y no sustituirlas por nuevas ficciones imperiales.
Lo que tenemos que hacer es despojarnos de una vez por todas de ese sentimiento de culpa, de subordinación, incoherente e incomprensible, que aun corre por nuestras propias venas, porque ya no somos europeos, ni indígenas, ni negros.
En realidad somos una sola sangre mezclada, con un sincretismo purificado en el crisol del tiempo. Somos una nueva raza, la raza latina, y sobre ese concepto unificador es que debemos construir nuestra propia gran nación, la América unida.
Nuestra labor no es seguir imitando, sino crear. Implica, como también lo decía Martí: “¡Deshelar con el fuego del corazón la América coagulada!”
Gustavo Pérez Ortega