En busca de la paz


“En tiempos malos lo que nos queda es la esperanza.”

Refrán irlandés


La paz es uno de los anhelos más profundos del corazón. Llámesele como se quiera: armonía, serenidad, integridad, mente sana—la paz es un deseo de cada ser humano. A nadie le gusta tener problemas, dolores de cabeza, angustias. Todo el mundo quiere paz—estar libre de ansiedades y dudas, de violencia y de división. Todos queremos estabilidad y seguridad.

Hay quienes modifican su manera de vivir para buscar la paz: cambian de carrera, se mudan de la ciudad a las afueras (o de las afueras al campo), reducen sus gastos, simplifican de alguna manera sus vidas.

Todos buscamos, de alguna manera, la vida que el Creador quiso para nosotros: una vida en la que reine armonía, alegría, justicia, paz. Cada uno de nosotros ha soñado con una vida donde no exista dolor ni tristeza, una vida que fuese el Edén perdido por el cual, como dice la Biblia, gime la creación entera.

Tan antiguo como universal es este anhelo. Hace miles de años, el profeta hebreo Isaías soñó con un reino pacífico donde el león moraría con la oveja. Y, a través de los siglos, por oscuro que fuese el horizonte o sangriento el campo de batalla, hombres y mujeres han encontrado esperanza en esa visión.



¿Qué es la paz? Y ¿cuál es la realidad? ¿Para qué vivimos? ¿Qué queremos dejarles a nuestros hijos y nietos? Aun cuando seamos felices, ¿qué quedará después del matrimonio y de los hijos, del automóvil y del empleo? La “realidad” de un mundo armado hasta los dientes, lleno de odio de clase y de rencores familiares, de antipatías y chismes, de ambición egoísta y de desdén, ¿será ésa la “realidad” que dejamos como legado? ¿O existe más bien una realidad mayor desde la cual el poder del Príncipe de la paz lo vence todo?

¡Qué diferente sería el mundo si de verdad estuviéramos en paz con cada persona que saludamos durante el curso de un día, si nuestras palabras no fueran tan sólo cortesía sino que surgieran del corazón.

En realidad, según nos señalan incansablemente los ateos, pocos conflictos han causado tanto derramamiento de sangre a lo largo de la historia como nuestras incesantes disputas por diferencias religiosas. No en balde los antiguos profetas suspiraban: “Han descarriado a mi pueblo diciendo: Paz, paz, cuando no hay paz”.



Para muchos la paz significa seguridad nacional, estabilidad, el orden público. La asocian con educación, cultura, deber cívico, salud y prosperidad, comodidad y tranquilidad. Es la buena vida. Ahora bien, ¿pueden todos compartir una paz que se funde en eso y en nada más? Si para unos pocos privilegiados la buena vida significa opciones ilimitadas y consumo excesivo, los demás, lógicamente, tienen por lo tanto que trabajar como esclavos y sufrir una pobreza agobiadora. ¿Se le puede llamar paz a eso?

El mundo está lleno de activistas que luchan por buenas causas: defienden el medio ambiente y a los desamparados, denuncian la guerra y la injusticia social, luchan por las mujeres maltratadas y las minorías oprimidas, etc., etc.

He conocido a mucha gente en tales movimientos, personas muy dedicadas, hombres y mujeres cuyo mérito no pongo en duda. Sin embargo, es penoso observar la fragmentación que marca la vida de tantos luchadores por la paz y la justicia, y las diferencias que a menudo les llevan a reñir entre sí.

Lo que la juventud llevó a cabo en los años sesenta y setenta contrasta con lo que hace ahora: en los años sesenta y setenta muchos jóvenes intentaron transformar en hechos sus sueños y esperanzas. Condujeron marchas, formaron comunas, hicieron actos de desobediencia civil, organizaron sit ins (sentadas), protestas y proyectos al servicio de la comunidad. Nadie pudo acusarles de ser apáticos. No obstante, es difícil olvidar cómo, entonces, muchos gritaban por la paz con rostros torcidos por la ira. Tampoco es fácil olvidar que esa época se hundió en cinismo y anarquía.

¿Qué sucede cuando se agota el idealismo, se termina el mitin político y se acaba el “verano del amor”? ¿Qué sucede cuando las comunas pacíficas y las relaciones amorosas se hacen pedazos? ¿Se convierte la paz en otra mercancía cultural más, un símbolo para adornar la camiseta o para pegar en el parachoques del auto?

Nada es tan vital—ni tan doloroso—como reconocer la falta de paz en el propio corazón, en nuestras propias vidas. Para algunos puede tratarse de odio o resentimientos; para otros, de engaño, división o confusión; para otros más, de simple vacío o depresión. En el sentido más profundo, todo eso es violencia y, por lo tanto, hay que enfrentarla y vencerla.

Escribe Thomas Merton:

Hay un tipo moderno de violencia muy difundido, al cual sucumben con mayor facilidad los idealistas que luchan por la paz con métodos no violentos: se trata del activismo y del exceso de trabajo. La prisa y la presión de la vida moderna son una modalidad, tal vez la más común, de esa violencia.

Dejarse arrastrar por múltiples intereses contradictorios, someterse a demasiadas exigencias, comprometerse con demasiados proyectos, querer ayudar a todo el mundo en toda situación—es sucumbir a la violencia; más aún, es cooperar con la violencia. El frenesí del activista neutraliza su trabajo por la paz. Destruye la productividad de su propia labor porque mata la raíz de sabiduría interior que rinde trabajo fructífero.

Muchas son los que se sienten llamados a dedicarse a la causa de la paz, pero en su mayoría dan marcha atrás cuando se dan cuenta de que no pueden ofrecerla a los demás sin antes haberla descubierto en su fuero interno. Incapaces de encontrar armonía en su vida personal, al poco tiempo se sienten completamente agotados.

La verdadera paz no es mera causa noble que cualquiera puede hacer suya y dedicarse a ella con buenas intenciones. Tampoco es algo que se puede poseer o comprar. La paz presupone lucha. Se le encuentra al asumir las batallas fundamentales de la vida: la de la vida contra la muerte, la del bien contra el mal, la de la verdad contra la mentira.

Esa paz es el resultado de arrostrar y vencer, no de evitar, el conflicto. Y como está arraigada en la justicia, la paz genuina—la paz de Dios—deshace las relaciones falsas, altera los sistemas injustos y desenmascara las mentiras que prometen una paz ilusoria. Arranca las semillas de todo lo que estorba la verdadera paz.

El agua no descansa hasta haber encontrado su nivel. De la misma manera el alma no está en paz hasta que descansa en Dios.

Johann Christoph Arnold (*)

Extractos de su libro: “En Busca de Paz. Apuntes y conversaciones en el camino”

http://www.plough.com/ebooks/pdfs/EnBuscaDePaz.pdf
Copyright 2007 por Plough Publishing House. Usado con permiso.


(*) Johann Arnold Sirve como consejero espiritual a centenares de matrimonios, adolescentes, prisioneros y a personas que sufren física o espiritualmente. Nació el 14 de noviembre de 1940, el tercer hijo de Johann Heinrich y Anna Marie Arnold. En mayo de 1966 se casó con Verena Donata Meier; tienen ocho hijos y veintitrés nietos. Arnold es editor gerente de The Plough Publishing House y autor prolífico. Viaja extensamente en nombre del movimiento; da conferencias y entrevistas en la radio y televisión así como en universidades y seminarios.Es anciano mayor del Bruderhof (aproximadamente 2.500 miembros que viven en nueve comunidades en los Estados Unidos, Inglaterra y Australia).